Los tonos mayores (2023, Ingrid Pokropek)


André Bazin, histórico crítico de cine francés, en su libro ¿Qué es el cine? decía: “La dificultad que tiene que resolver el director es la de convertir en una ventana sobre el mundo a un espacio orientado únicamente hacia una dimensión interior”

Y esa ventana es la que nos abre Ingrid Pokropek en su ópera prima Los tonos mayores (2023), su primer largometraje. A través de ese marco, nos introducimos a la vida principalmente de Ana (Sofía Clausen), una niña de 14 años que sufrió un accidente en su brazo cuando era más joven, y debieron colocarle una placa de metal por dentro. La película, con una habilidad narrativa muy interesante, no nos plantea este accidente como un problema, sino que lo utiliza como disparador para el comienzo narrativo. Ana a través de esta placa de metal recibe latidos, y, al tratarse de alguien que se encuentra aún en una etapa de crecimiento, cree en elementos fantásticos: ella cree, junto a su amiga, que se trata de una especie de mensaje que les llega en forma de música.

Paralelamente, también podemos ver retazos de la vida del padre de Ana, Javier (Pablo Seijo), artista plástico que tiene un taller con su amigo; y, además de ello, se encuentra recomponiendo su vida. Tanto Javier como Ana comparten el dolor de haber perdido a su esposa y madre respectivamente, y debido a ello, la directora va construyendo cierto aura de aceptación ante la pérdida de una persona clave en sus vidas, que nunca dejará de serlo.

Asimismo, Pokropek también explora qué es eso de crecer siendo adolescente, pero no desde el lado de un adulto propiamente dicho, sino que verdaderamente explora a Ana desde un lado menos convencional que en las tradicionales películas “coming of age”. Nuestra protagonista empieza a comprender elementos que siempre estuvieron ahí, y, sin embargo, conserva aún ecos de su inocencia. Y es ahí donde se rompen estructuras, ya que Ana va tomando un camino diferente al de sus amistades, que son más conducidas por cuestiones hormonales típicas de la edad.

Durante toda la obra, y con una fotografía muy bella tanto de la ciudad de Buenos Aires como de los personajes, podremos ser parte del arduo trabajo de Ana por encontrarle un significado a aquellos mensajes que recibe en su brazo, que pasarán de considerarlas como notas musicales a código morse, gracias a la introducción de un personaje como Pablo (Santiago Ferreira), un joven militar que conoce por casualidad en un bar.

No obstante, todo ello queda a un lado si nos enfocamos en cierto subtexto que nos propone el largometraje, que puede tratarse del autodescubrimiento, la exploración de un universo desconocido sin el miedo impostado por el mundo adulto, y donde la curiosidad termina siendo un conductor importantísimo en el crecimiento de un ser humano. Y, así como en obras como Aftersun (2022) de Charlotte Wells, no es necesario sentirse identificado con un personaje, sino que durante la duración de una película, seamos el personaje.

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